sábado, 28 de enero de 2017

"El olvido de sí" próxima sesión de CRYSOL

El jueves 16 de febrero tendrá lugar el próximo encuentro del grupo CRYSOL del Departamento de Filosofía y Ciencias Humanas del ISTIC. El título del encuentro es "Charles de Foucauld y la resistencia solidaria"

Pensaremos juntos en torno a El olvido de sí, novela de Pablo d´Ors sobre la vida y el testimonio de Charles de Foucauld, referente imprescindible para la renovación en el siglo XXI de la experiencia de los padres del desierto.

Hora: 20:00
Lugar: Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC), Campus de Tafira

Entrada y salida libres

viernes, 20 de enero de 2017

El alma como mercancía


 Daniel Barreto

Uno diría que apelar a la “inteligencia emocional” significa reivindicar la empatía frente a una razón fría y abstracta. Curiosamente, al profundizar un poco en su pequeña historia, encontraremos una concepción como mínimo cuestionable de la vida interior. Según muestra la socióloga Eva Illouz en su librito El futuro del alma (Katz, 2014), la inteligencia emocional es indisociable de la “gestión emocional”, expresión que se ha difundido masivamente en las conversaciones cotidianas para hablar de nuestros sentimientos de un modo que hubiese escandalizado al poeta John Keats o a la novelista Jane Austen.

Durante la década de los noventa, la “cultura” empresarial comenzó a considerar las emociones un factor decisivo en la evaluación del rendimiento laboral. La psicología aportó los estándares que servirían para cuantificar los grados de adaptación del trabajador a las exigencias de la empresa. Las emociones eran tenidas en cuenta como recursos que debían ponerse al servicio del proyecto y, por tanto, ser controlados para no obstaculizar la entrega anímica a la productividad.

Un empleado es calificado como inteligente emocional cuando canaliza sus estados de ánimo en función de la maximización de beneficios. La melancolía o la depresión no serán vistas entonces como necesarios procesos de duelo, momentos de búsqueda personal o el anhelo de una vida diferente, sino experiencias improductivas para todo “buen gestor”. Lo mismo diríamos de una compasión sin cálculo que se saltara a la torera la competición de todos contra todos o un encuentro amoroso que arrebatara al individuo un ápice de interés por rendir culto tanto a la aceleración cotidiana como al imperativo asfixiante del ocio industrial.

Aunque la retórica de la inteligencia emocional valora la cooperación, en realidad se trata de la cohesión del grupo que compite a dentelladas contra otros grupos empresariales. Eva Illouz no lo menciona, pero lo cierto es que, a partir de su crítica, cabe desvelar las implícitas afinidades políticas del famoso libro de Daniel Goleman, Inteligencia emocional. Basta leer con atención el capítulo titulado “Los solitarios y los marginados”, donde el autor culpabiliza a los inadaptados sociales de su propia relegación. Ni siquiera tímidamente se le ocurre sugerir que las doctrinas neoliberales consagran la ley del más fuerte. La inteligencia emocional podría acabar funcionando entonces como una ideología de adaptación obsesiva a la sociedad de mercado.

¿Qué implica el hecho de que la evaluación de la gestión “correcta” de las emociones se deje cada vez más en manos de expertos? La pérdida de autonomía y singularidad. La libertad para interpretar los sentimientos fuera de la lógica del triunfo económico podría traer contratiempos y, para quien se atreviese a forjar un carácter propio, el riesgo de la marginación. La disyuntiva es endiablada, tal vez irresoluble. Si uno reprime los sentimientos incompatibles con las exigencias mercantiles, evitará sucumbir y seguirá integrado. Pero esa misma represión le hará perderse a sí mismo y arrastrar su vacío interior como un zombie, un poco al estilo del personaje de Edward Norton al comienzo del film El club de la lucha.
            
        La gestión emocional no se queda en los centros de trabajo o frente a la pantalla de tantos “trabajos inmateriales”, como dice con enternecedor entusiasmo Toni Negri, sino que se traslada al tiempo libre. Entonces, en aquellos ámbitos donde se suponía no iba a regir el fragor de la concurrencia, se introduce el dictado de las emociones estratégicas. Las etiquetas psicológicas colonizan la intimidad hasta el punto de que las propias emociones se vuelven extrañas para quienes las viven. De ahí que se recurra cada vez más a técnicos del alma como el coach del amor.
            
         El grado siguiente de despersonalización se alcanza cuando el experto ya no es un profesional con nombre, apellidos y titulación, sino una máquina. Las páginas de internet dedicadas a la búsqueda de pareja refuerzan la formalización mercantil y por tanto abstracta del amor. La propia Eva Illouz inscribe el análisis de esos portales electrónicos en su disección del “capitalismo emocional”. La página de contactos descompone nuestra individualidad en descriptores fosilizados: “extrovertido, atlético, sano, no fumador, amante de la naturaleza”. Esta captura sin resto en casillas y generalidades nos vuelve intercambiables y, por eso mismo, tiende a cosificarnos.

Internet da otra vuelta de tuerca a la complicidad entre psicología y consumismo. La elección de pareja obedece al cálculo del consumidor que procesa información para escoger, supuestamente, cada vez mejor. En ese sentido escribe Eva Illouz: “Los encuentros en internet se convierten en transacciones económicas, aceptadas como tales por los propios usuarios”. Sin embargo, la cosificación se vuelve parcialmente consciente y por eso prolifera el cinismo. Como se sabe, adoptamos una actitud cínica cuando comprendemos la falsedad o la ilusión de una acción, pero al mismo tiempo no podemos evitar participar en ella.
            
          El amor romántico de la literatura del siglo XIX se caracterizaba, entre otras cosas, porque la lógica de la mercancía quedaba suspendida o al menos enfrentada a alguna forma de resistencia. En la inmersión romántica no hay un desmembramiento del individuo en propiedades vendibles, sino un singular que despierta nuestra fantasía, alimentada por la cultura y la memoria. Es verdad que el enamoramiento conlleva una idealización fantasiosa, pero en relación con alguien que existe y es único.

          Unos mínimos de singularidad y autonomía, la posibilidad de “experiencias no reglamentadas”, como decía Theodor W. Adorno, están en peligro de extinción, si nuestras propias emociones se han traducido a estándares objetivos por los que somos evaluados en el trabajo y seleccionados o descartados sin esperanza en las páginas de contactos. Quizá por eso los millones de retratos de internet recuerdan vagamente a aquel gato de Alicia en el país de las maravillas que exhibía una sonrisa sin rostro antes de esfumarse y no dejar huella.




martes, 3 de enero de 2017

La vuelta de Ivan Illich

Daniel Barreto


Durante los años setenta, los libros de Ivan Illich fueron una referencia para el pensamiento crítico. Sus análisis sobre la nocividad de la sociedad industrial, la alienación tecnológica y los efectos contraproductivos del desarrollo ilimitado del sistema de transportes o de la salud sacudieron muchas certezas a derecha e izquierda. Illich era un intelectual cosmopolita. Nacido en Viena en 1926 y formado como teólogo, historiador y filósofo en Italia, fue cura de la comunidad portorriqueña de Nueva York, vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico y fundador de una insólita universidad alternativa en México, el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC).
Desde 1963, el CIDOC se convirtió en lugar de encuentro para la intelectualidad crítica internacional. En sus seminarios autónomos intervenían Erich Fromm, Paulo Freire, Paul Goodmann, André Gorz, Octavio Paz, Peter Berger, Susan Sontag, Enrique Dussel, John Holt y muchos otros. Con el impulso de estos seminarios en verdad libres, pues no estaban sometidos ni a la innovación ni al mercado, Illich escribió algunos de sus provocadores libros La sociedad desescolarizada (1971), La convivencialidad (1973), Némesis médica: la expropiación de la salud (1975).
A partir de los años ochenta, Illich desapareció del horizonte político y cultural. El CIDOC había cerrado sus puertas en 1976. Muchos sobreentendieron que su pensamiento se había apagado igual que los impulsos de la cultura alternativa y utópica de los sesenta. No era así. El itinerante y políglota Illich continuó profundizando en los temas y las preguntas que le habían apasionado desde el principio. Durante los ochenta impartirá clases y conferencias y, sobre todo, seguirá escribiendo, nunca aislado, sino en intensa colaboración con investigadores independientes a quienes se vincula con un extraordinario sentido de la amistad. Entre los libros de entonces hay que mencionar la que tal vez sea su mejor obra, En el viñedo del texto (1993). Vinculado a la universidad de Bremen en sus últimos años, Illich fallece en esa ciudad alemana en 2002.
Sin embargo, el olvido de Illich ha sido relativo. Su huella mantiene una influencia subterránea. Pienso, por ejemplo, en su colaboración con la pensadora feminista Barbara Duden o su eco de fondo en el filósofo italiano Giorgio Agamben. Charles Taylor, autor de una obra monumental sobre las transformaciones de la religión en la modernidad, La era secular (Gedisa, 2015), afirma haber encontrado en el último Illich la clave de su interpretación de la edad moderna. Esta no sería un proceso de sustracción gradual de lo religioso, la secularización, sino una traducción desviada de los valores del cristianismo.
En cualquier caso, llama la atención su nueva presencia en las librerías. A partir de 2006, Fondo de Cultura Económica comenzó a editar sus Obras reunidas, con mejores traducciones que las publicadas por Barral en los años setenta. Enclave Libros difundió en 2013 Conversaciones con Ivan Illich. Un arqueólogo de la modernidad, de David Cayley, larga y fascinante entrevista que proporciona una visión del itinerario de Illich. En la misma editorial acaba de publicarse una monografía sobre su pensamiento educativo, Desescolarizar la vida, de Jon Igelmo Zaldívar. En 2012, el sello Virus reeditó La convivencialidad y el año pasado apareció en Díaz y Pons El derecho al desempleo útil y sus enemigos profesionales con un prólogo muy esclarecedor de José Manuel Naredo.
La vuelta de Illich no es casualidad. La crisis económica, la crisis ecológica o la crisis de los refugiados, a quienes Europa da la espalda, son las caras de un proceso más profundo, “una crisis de civilización”, como ha dicho Emilio Fernández Maíllo. La salida no puede ser más de lo mismo. En su genealogía crítica de las principales instituciones modernas y de la ideología del progreso, Illich logró articular algunos rasgos de una sociedad futura mejor. Esta posibilidad, creía, se hace menos remota en las crisis, pues estas “pueden significar el instante de la elección, ese momento maravilloso en que la gente se hace consciente de su propia prisión autoimpuesta y de la posibilidad de una vida diferente”.
Según Illich, a partir de la revolución industrial, hay que distinguir dos tipos de instituciones: las manipulativas y las convivenciales. En las primeras el valor de uso se ha convertido en marginal. Solo importa el crecimiento independiente e ilimitado de las estructuras. Las instituciones manipulativas “gestionan” al individuo como mero recurso o material para su expansión (ahí tiene su origen la fría retórica que hoy recomienda “gestionar las emociones” o calcula el “capital humano”). Por eso debe emplear gran parte de su mano de obra en producir necesidades ficticias. Por ejemplo, la industria del automóvil genera la demanda de prestigio, velocidad o confort más allá de todo criterio o medida sobre las necesidades de desplazamiento y su satisfacción universalizable. Hay un umbral de crecimiento a partir del cual las instituciones producen el efecto contrario al que le daba sentido. La iatrogénesis, que remite a las enfermedades causadas por el propio sistema de salud, tendría su origen en la extralimitación de la lógica manipulativa.
Por el contrario, las instituciones “convivenciales” se mantienen a la altura del control y la libertad sociales, no colonizan la autonomía personal, se detienen ante ciertos límites y están siempre abiertas a ser sustituidas por alternativas. Como no son fines en sí mismas, sino que están al servicio del individuo, respetan su creatividad e imaginación. Las relaciones humanas vuelven entonces a ser posibles como experiencias no planificadas ni controladas por instancias impersonales.
No es difícil constatar que la tendencia de las instituciones actuales se orienta más a la función manipulativa que a la convivencial. Basta tener en cuenta la respuesta de la “alta política” europea a la crisis económica en curso. El reajuste del sistema y la “senda del crecimiento” legitiman, con el oscuro argumento del sacrificio, el sufrimiento de inocentes. Otro buen ejemplo son las redes sociales de internet, donde la atención y la energía psíquica son modeladas directamente según la forma de la mercancía. Frente a esta lógica dominante, ¿en qué instituciones es posible rastrear hoy restos o quizá anticipos de una dinámica convivencial? Es urgente pensarlo. Por eso regresa Ivan Illich.