Uno
diría que apelar a la “inteligencia emocional” significa reivindicar la empatía
frente a una razón fría y abstracta. Curiosamente, al profundizar un poco en su
pequeña historia, encontraremos una concepción como mínimo cuestionable de la
vida interior. Según muestra la socióloga Eva Illouz en su librito El futuro del alma (Katz, 2014), la
inteligencia emocional es indisociable de la “gestión emocional”, expresión que
se ha difundido masivamente en las conversaciones cotidianas para hablar de
nuestros sentimientos de un modo que hubiese escandalizado al poeta John Keats
o a la novelista Jane Austen.
Durante
la década de los noventa, la “cultura” empresarial comenzó a considerar las emociones
un factor decisivo en la evaluación del rendimiento laboral. La psicología
aportó los estándares que servirían para cuantificar los grados de adaptación
del trabajador a las exigencias de la empresa. Las emociones eran tenidas en
cuenta como recursos que debían ponerse al servicio del proyecto y, por tanto,
ser controlados para no obstaculizar la entrega anímica a la productividad.
Un
empleado es calificado como inteligente emocional cuando canaliza sus estados
de ánimo en función de la maximización de beneficios. La melancolía o la
depresión no serán vistas entonces como necesarios procesos de duelo, momentos
de búsqueda personal o el anhelo de una vida diferente, sino experiencias improductivas
para todo “buen gestor”. Lo mismo diríamos de una compasión sin cálculo que se
saltara a la torera la competición de todos contra todos o un encuentro amoroso
que arrebatara al individuo un ápice de interés por rendir culto tanto a la
aceleración cotidiana como al imperativo asfixiante del ocio industrial.
Aunque
la retórica de la inteligencia emocional valora la cooperación, en realidad se
trata de la cohesión del grupo que compite a dentelladas contra otros grupos
empresariales. Eva Illouz no lo menciona, pero lo cierto es que, a partir de su
crítica, cabe desvelar las implícitas afinidades políticas del famoso libro de
Daniel Goleman, Inteligencia emocional.
Basta leer con atención el capítulo titulado “Los solitarios y los marginados”,
donde el autor culpabiliza a los inadaptados sociales de su propia relegación.
Ni siquiera tímidamente se le ocurre sugerir que las doctrinas neoliberales
consagran la ley del más fuerte. La inteligencia emocional podría acabar
funcionando entonces como una ideología de adaptación obsesiva a la sociedad de
mercado.
¿Qué implica el hecho de que la evaluación de
la gestión “correcta” de las emociones se deje cada vez más en manos de expertos?
La pérdida de autonomía y singularidad. La libertad para interpretar los
sentimientos fuera de la lógica del triunfo económico podría traer
contratiempos y, para quien se atreviese a forjar un carácter propio, el riesgo
de la marginación. La disyuntiva es endiablada, tal vez irresoluble. Si uno
reprime los sentimientos incompatibles con las exigencias mercantiles, evitará
sucumbir y seguirá integrado. Pero esa misma represión le hará perderse a sí
mismo y arrastrar su vacío interior como un zombie, un poco al estilo del
personaje de Edward Norton al comienzo del film El club de la lucha.
La gestión emocional no se queda en
los centros de trabajo o frente a la pantalla de tantos “trabajos inmateriales”,
como dice con enternecedor entusiasmo Toni Negri, sino que se traslada al tiempo
libre. Entonces, en aquellos ámbitos donde se suponía no iba a regir el fragor
de la concurrencia, se introduce el dictado de las emociones estratégicas. Las
etiquetas psicológicas colonizan la intimidad hasta el punto de que las propias
emociones se vuelven extrañas para quienes las viven. De ahí que se recurra
cada vez más a técnicos del alma como el coach
del amor.
El grado siguiente de
despersonalización se alcanza cuando el experto ya no es un profesional con
nombre, apellidos y titulación, sino una máquina. Las páginas de internet
dedicadas a la búsqueda de pareja refuerzan la formalización mercantil y por
tanto abstracta del amor. La propia Eva Illouz inscribe el análisis de esos
portales electrónicos en su disección del “capitalismo emocional”. La página de
contactos descompone nuestra individualidad en descriptores fosilizados:
“extrovertido, atlético, sano, no fumador, amante de la naturaleza”. Esta
captura sin resto en casillas y generalidades nos vuelve intercambiables y, por
eso mismo, tiende a cosificarnos.
Internet
da otra vuelta de tuerca a la complicidad entre psicología y consumismo. La
elección de pareja obedece al cálculo del consumidor que procesa información
para escoger, supuestamente, cada vez mejor. En ese sentido escribe Eva Illouz:
“Los encuentros en internet se convierten en transacciones económicas,
aceptadas como tales por los propios usuarios”. Sin embargo, la cosificación se
vuelve parcialmente consciente y por eso prolifera el cinismo. Como se sabe, adoptamos
una actitud cínica cuando comprendemos la falsedad o la ilusión de una acción,
pero al mismo tiempo no podemos evitar participar en ella.
El amor romántico de la literatura
del siglo XIX se caracterizaba, entre otras cosas, porque la lógica de la
mercancía quedaba suspendida o al menos enfrentada a alguna forma de resistencia.
En la inmersión romántica no hay un desmembramiento del individuo en
propiedades vendibles, sino un singular que despierta nuestra fantasía,
alimentada por la cultura y la memoria. Es verdad que el enamoramiento conlleva
una idealización fantasiosa, pero en relación con alguien que existe y es
único.
Unos
mínimos de singularidad y autonomía, la posibilidad de “experiencias no reglamentadas”,
como decía Theodor W. Adorno, están en peligro de extinción, si nuestras
propias emociones se han traducido a estándares objetivos por los que somos evaluados
en el trabajo y seleccionados o descartados sin esperanza en las páginas de
contactos. Quizá por eso los millones de retratos de internet recuerdan
vagamente a aquel gato de Alicia en el
país de las maravillas que exhibía una sonrisa sin rostro antes de esfumarse
y no dejar huella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario