El jueves 16 de febrero tendrá lugar el próximo encuentro del grupo CRYSOL del Departamento de Filosofía y Ciencias Humanas del ISTIC. El título del encuentro es "Charles de Foucauld y la resistencia solidaria"
Pensaremos juntos en torno a El olvido de sí, novela de Pablo d´Ors sobre la vida y el testimonio de Charles de Foucauld, referente imprescindible para la renovación en el siglo XXI de la experiencia de los padres del desierto.
Hora: 20:00
Lugar: Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC), Campus de Tafira
Entrada y salida libres
Este es el blog del Departamento de Filosofía y Ciencias Humanas del Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC). El ISTIC tiene su sede de Gran Canaria en el campus Universitario de Tafira, en Las Palmas de Gran Canaria. La función de este blog es comunicar las actividades y seminarios organizados por el departamento tanto dentro como fuera de la comunidad de profesores y alumnos del ISTIC.
sábado, 28 de enero de 2017
"El olvido de sí" próxima sesión de CRYSOL
viernes, 20 de enero de 2017
El alma como mercancía
Uno
diría que apelar a la “inteligencia emocional” significa reivindicar la empatía
frente a una razón fría y abstracta. Curiosamente, al profundizar un poco en su
pequeña historia, encontraremos una concepción como mínimo cuestionable de la
vida interior. Según muestra la socióloga Eva Illouz en su librito El futuro del alma (Katz, 2014), la
inteligencia emocional es indisociable de la “gestión emocional”, expresión que
se ha difundido masivamente en las conversaciones cotidianas para hablar de
nuestros sentimientos de un modo que hubiese escandalizado al poeta John Keats
o a la novelista Jane Austen.
Durante
la década de los noventa, la “cultura” empresarial comenzó a considerar las emociones
un factor decisivo en la evaluación del rendimiento laboral. La psicología
aportó los estándares que servirían para cuantificar los grados de adaptación
del trabajador a las exigencias de la empresa. Las emociones eran tenidas en
cuenta como recursos que debían ponerse al servicio del proyecto y, por tanto,
ser controlados para no obstaculizar la entrega anímica a la productividad.
Un
empleado es calificado como inteligente emocional cuando canaliza sus estados
de ánimo en función de la maximización de beneficios. La melancolía o la
depresión no serán vistas entonces como necesarios procesos de duelo, momentos
de búsqueda personal o el anhelo de una vida diferente, sino experiencias improductivas
para todo “buen gestor”. Lo mismo diríamos de una compasión sin cálculo que se
saltara a la torera la competición de todos contra todos o un encuentro amoroso
que arrebatara al individuo un ápice de interés por rendir culto tanto a la
aceleración cotidiana como al imperativo asfixiante del ocio industrial.
Aunque
la retórica de la inteligencia emocional valora la cooperación, en realidad se
trata de la cohesión del grupo que compite a dentelladas contra otros grupos
empresariales. Eva Illouz no lo menciona, pero lo cierto es que, a partir de su
crítica, cabe desvelar las implícitas afinidades políticas del famoso libro de
Daniel Goleman, Inteligencia emocional.
Basta leer con atención el capítulo titulado “Los solitarios y los marginados”,
donde el autor culpabiliza a los inadaptados sociales de su propia relegación.
Ni siquiera tímidamente se le ocurre sugerir que las doctrinas neoliberales
consagran la ley del más fuerte. La inteligencia emocional podría acabar
funcionando entonces como una ideología de adaptación obsesiva a la sociedad de
mercado.
¿Qué implica el hecho de que la evaluación de
la gestión “correcta” de las emociones se deje cada vez más en manos de expertos?
La pérdida de autonomía y singularidad. La libertad para interpretar los
sentimientos fuera de la lógica del triunfo económico podría traer
contratiempos y, para quien se atreviese a forjar un carácter propio, el riesgo
de la marginación. La disyuntiva es endiablada, tal vez irresoluble. Si uno
reprime los sentimientos incompatibles con las exigencias mercantiles, evitará
sucumbir y seguirá integrado. Pero esa misma represión le hará perderse a sí
mismo y arrastrar su vacío interior como un zombie, un poco al estilo del
personaje de Edward Norton al comienzo del film El club de la lucha.
La gestión emocional no se queda en
los centros de trabajo o frente a la pantalla de tantos “trabajos inmateriales”,
como dice con enternecedor entusiasmo Toni Negri, sino que se traslada al tiempo
libre. Entonces, en aquellos ámbitos donde se suponía no iba a regir el fragor
de la concurrencia, se introduce el dictado de las emociones estratégicas. Las
etiquetas psicológicas colonizan la intimidad hasta el punto de que las propias
emociones se vuelven extrañas para quienes las viven. De ahí que se recurra
cada vez más a técnicos del alma como el coach
del amor.
El grado siguiente de
despersonalización se alcanza cuando el experto ya no es un profesional con
nombre, apellidos y titulación, sino una máquina. Las páginas de internet
dedicadas a la búsqueda de pareja refuerzan la formalización mercantil y por
tanto abstracta del amor. La propia Eva Illouz inscribe el análisis de esos
portales electrónicos en su disección del “capitalismo emocional”. La página de
contactos descompone nuestra individualidad en descriptores fosilizados:
“extrovertido, atlético, sano, no fumador, amante de la naturaleza”. Esta
captura sin resto en casillas y generalidades nos vuelve intercambiables y, por
eso mismo, tiende a cosificarnos.
Internet
da otra vuelta de tuerca a la complicidad entre psicología y consumismo. La
elección de pareja obedece al cálculo del consumidor que procesa información
para escoger, supuestamente, cada vez mejor. En ese sentido escribe Eva Illouz:
“Los encuentros en internet se convierten en transacciones económicas,
aceptadas como tales por los propios usuarios”. Sin embargo, la cosificación se
vuelve parcialmente consciente y por eso prolifera el cinismo. Como se sabe, adoptamos
una actitud cínica cuando comprendemos la falsedad o la ilusión de una acción,
pero al mismo tiempo no podemos evitar participar en ella.
El amor romántico de la literatura
del siglo XIX se caracterizaba, entre otras cosas, porque la lógica de la
mercancía quedaba suspendida o al menos enfrentada a alguna forma de resistencia.
En la inmersión romántica no hay un desmembramiento del individuo en
propiedades vendibles, sino un singular que despierta nuestra fantasía,
alimentada por la cultura y la memoria. Es verdad que el enamoramiento conlleva
una idealización fantasiosa, pero en relación con alguien que existe y es
único.
Unos
mínimos de singularidad y autonomía, la posibilidad de “experiencias no reglamentadas”,
como decía Theodor W. Adorno, están en peligro de extinción, si nuestras
propias emociones se han traducido a estándares objetivos por los que somos evaluados
en el trabajo y seleccionados o descartados sin esperanza en las páginas de
contactos. Quizá por eso los millones de retratos de internet recuerdan
vagamente a aquel gato de Alicia en el
país de las maravillas que exhibía una sonrisa sin rostro antes de esfumarse
y no dejar huella.
martes, 3 de enero de 2017
La vuelta de Ivan Illich
Durante
los años setenta, los libros de Ivan Illich fueron una referencia
para el pensamiento crítico. Sus análisis sobre la nocividad de la
sociedad industrial, la alienación tecnológica y los efectos
contraproductivos del desarrollo ilimitado del sistema de transportes
o de la salud sacudieron muchas certezas a derecha e izquierda.
Illich era un intelectual cosmopolita. Nacido en Viena en 1926 y
formado como teólogo, historiador y filósofo en Italia, fue cura de
la comunidad portorriqueña de Nueva York, vicerrector de la
Universidad Católica de Puerto Rico y fundador de una insólita
universidad alternativa en México, el Centro Intercultural de
Documentación (CIDOC).
Desde
1963, el CIDOC se convirtió en lugar de encuentro para la
intelectualidad crítica internacional. En sus seminarios autónomos
intervenían Erich Fromm, Paulo Freire, Paul Goodmann, André Gorz,
Octavio Paz, Peter Berger, Susan Sontag, Enrique Dussel, John Holt y
muchos otros. Con el impulso de estos seminarios en verdad libres,
pues no estaban sometidos ni a la innovación ni al mercado, Illich
escribió algunos de sus provocadores libros La
sociedad desescolarizada
(1971), La
convivencialidad
(1973), Némesis
médica: la expropiación de la salud
(1975).
A
partir de los años ochenta, Illich desapareció del horizonte
político y cultural. El CIDOC había cerrado sus puertas en 1976.
Muchos sobreentendieron que su pensamiento se había apagado igual
que los impulsos de la cultura alternativa y utópica de los sesenta.
No era así. El itinerante y políglota Illich continuó
profundizando en los temas y las preguntas que le habían apasionado
desde el principio. Durante los ochenta impartirá clases y
conferencias y, sobre todo, seguirá escribiendo, nunca aislado, sino
en intensa colaboración con investigadores independientes a quienes
se vincula con un extraordinario sentido de la amistad. Entre los
libros de entonces hay que mencionar la que tal vez sea su mejor
obra, En
el viñedo del texto
(1993). Vinculado a la universidad de Bremen en sus últimos años,
Illich fallece en esa ciudad alemana en 2002.
Sin
embargo, el olvido de Illich ha sido relativo. Su huella mantiene una
influencia subterránea. Pienso, por ejemplo, en su colaboración con
la pensadora feminista Barbara Duden o su eco de fondo en el filósofo
italiano Giorgio Agamben. Charles Taylor, autor de una obra
monumental sobre las transformaciones de la religión en la
modernidad, La
era secular
(Gedisa, 2015), afirma haber encontrado en el último Illich la clave
de su interpretación de la edad moderna. Esta no sería un proceso
de sustracción gradual de lo religioso, la secularización, sino una
traducción desviada de los valores del cristianismo.
En
cualquier caso, llama la atención su nueva presencia en las
librerías. A partir de 2006, Fondo de Cultura Económica comenzó a
editar sus Obras
reunidas,
con mejores traducciones que las publicadas por Barral en los años
setenta. Enclave Libros difundió en 2013 Conversaciones
con Ivan Illich. Un arqueólogo de la modernidad,
de David Cayley, larga y fascinante entrevista que proporciona una
visión del itinerario de Illich. En la misma editorial acaba de
publicarse una monografía sobre su pensamiento educativo,
Desescolarizar
la vida,
de Jon Igelmo Zaldívar. En 2012, el sello Virus reeditó La
convivencialidad
y el año pasado apareció en Díaz y Pons El
derecho al desempleo útil y sus enemigos profesionales
con un prólogo muy esclarecedor de José Manuel Naredo.
La
vuelta de Illich no es casualidad. La crisis económica, la crisis
ecológica o la crisis de los refugiados, a quienes Europa da la
espalda, son las caras de un proceso más profundo, “una crisis de
civilización”, como ha dicho Emilio Fernández Maíllo. La salida
no puede ser más de lo mismo. En su genealogía crítica de las
principales instituciones modernas y de la ideología del progreso,
Illich logró articular algunos rasgos de una sociedad futura mejor.
Esta posibilidad, creía, se hace menos remota en las crisis, pues
estas “pueden significar el instante de la elección, ese momento
maravilloso en que la gente se hace consciente de su propia prisión
autoimpuesta y de la posibilidad de una vida diferente”.
Según
Illich, a partir de la revolución industrial, hay que distinguir dos
tipos de instituciones: las manipulativas y las convivenciales. En
las primeras el valor de uso se ha convertido en marginal. Solo
importa el crecimiento independiente e ilimitado de las estructuras.
Las instituciones manipulativas “gestionan” al individuo como
mero recurso o material para su expansión (ahí tiene su origen la
fría retórica que hoy recomienda “gestionar las emociones” o
calcula el “capital humano”). Por eso debe emplear gran parte de
su mano de obra en producir necesidades ficticias. Por ejemplo, la
industria del automóvil genera la demanda de prestigio, velocidad o
confort más allá de todo criterio o medida sobre las necesidades de
desplazamiento y su satisfacción universalizable. Hay un umbral de
crecimiento a partir del cual las instituciones producen el efecto
contrario al que le daba sentido. La iatrogénesis, que remite a las
enfermedades causadas por el propio sistema de salud, tendría su
origen en la extralimitación de la lógica manipulativa.
Por
el contrario, las instituciones “convivenciales” se mantienen a
la altura del control y la libertad sociales, no colonizan la
autonomía personal, se detienen ante ciertos límites y están
siempre abiertas a ser sustituidas por alternativas. Como no son
fines en sí mismas, sino que están al servicio del individuo,
respetan su creatividad e imaginación. Las relaciones humanas
vuelven entonces a ser posibles como experiencias no planificadas ni
controladas por instancias impersonales.
No
es difícil constatar que la tendencia de las instituciones actuales
se orienta más a la función manipulativa que a la convivencial.
Basta tener en cuenta la respuesta de la “alta política” europea
a la crisis económica en curso. El reajuste del sistema y la “senda
del crecimiento” legitiman, con el oscuro argumento del sacrificio,
el sufrimiento de inocentes. Otro buen ejemplo son las redes sociales
de internet, donde la atención y la energía psíquica son modeladas
directamente según la forma de la mercancía. Frente a esta lógica
dominante, ¿en qué instituciones es posible rastrear hoy restos o
quizá anticipos de una dinámica convivencial? Es urgente pensarlo.
Por eso regresa Ivan Illich.
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