Daniel
Barreto
En el
libro de Ebner puede leerse una tensión constante entre dos polos: por un lado,
el proyecto de una salida del idealismo a través de un nuevo pensamiento del
lenguaje. Por otro, la pervivencia manifiesta de la herencia idealista a la
hora de pensar el propio lenguaje y la naturaleza, especialmente visible en su
concepción de los sentidos inferiores del hombre y en su descripción del animal.
Veamos con más detalle cómo tiene lugar el contraste entre estos dos polos, la
novedad de una crítica del idealismo y
la reafirmación de sus bases en el seno de la propia crítica.
Para Ebner, el lenguaje es un tesoro
que guarda las respuestas a las grandes preguntas de la historia de la
filosofía. Su importancia es tal que no solo debe ser el medio de las preguntas
y trabajos del filósofo, sino que remite a las grandes cuestiones espirituales
del hombre. El lenguaje es el órgano espiritual del ser humano. La admiración
por el pensamiento de Hamann es central. El descubrimiento de que el hombre no
puede pensar sin lenguaje o que el pensamiento es una consecuencia de la
palabra es un verdadero acontecimiento no solo cultural o histórico, sino
esencialmente espiritual. Las estrellas guía de este acontecimiento hay que ir a buscarlas al prólogo del Evangelio de Juan y a la obra del propio Hamann.
Para
la historia de la filosofía, el lenguaje había sido un tema menor. Las palabras
eran más un obstáculo para el pensamiento que su origen. La renovación de la
filosofía más allá del dominio del concepto o de la idea sobre cualquier ropaje
lingüístico arbitrario se presenta entonces en Ebner como una crítica del
idealismo, de la verdad como reducción de lo real a la idea. El lenguaje es relación
espiritual concreta, a saber, personal.
Ebner describe entonces la esencia
lingüística de la razón. La Vernunft , “razón” en
alemán, remite a la capacidad de acogida (de ver-nehmen), como los sentidos, y se identifica con la capacidad de
relación verbal con los otros. De ahí la definición de la locura —pérdida de la
razón— como pérdida de la palabra en tanto relación con el otro. La locura
significa esencialmente aislamiento. La pérdida de la razón es el
oscurecimiento de la palabra espiritual, aquella capaz de responder y entrar en
relación con el prójimo. Desde ese punto de vista, cabe hablar de la cultura
occidental como de una cultura enloquecida en la
medida en que se ha cerrado a la palabra concreta.
El
otro polo de la tensión que identificamos sería la continuidad de Ebner con el idealismo. Esta permanencia en el idealismo o dificultad
para salir de él podemos rastrearla, al menos, en tres motivos: primero, una
filosofía de los sentidos; segundo, una concepción del origen del lenguaje
basada en la interjección; tercero, la
definición del animal como ser carente de palabra/razón espiritual.
Ebner
expone una filosofía de los sentidos que sigue la jerarquía de la filosofía
idealista: el oído y la vista serían sentidos superiores o más espirituales que
el tacto. Éste aparece vinculado a estratos materiales de la condición humana, más
próximos a la naturaleza y, por tanto, menos espirituales. Aunque la espiritualidad se presenta como palabra concreta, como interpelación personalizadora, Ebner vuelve a recuperar la diferencia metafísica entre
naturaleza y espíritu.
Resultaría
esclarecedor aquí contrastar esta descripción filosófica de los sentidos con
los nuevos pensamientos del tacto de Jean-Luc Nancy y, sobre todo, con el libro de
Jacques Derrida El tocar, Jean-Luc Nancy
(Amorrortu, 2011). Para Derrida, la experiencia del tacto expone la finitud
material del individuo. El tacto impone la
separación insalvable entre el mismo y el otro como paradójica condición del
tocar. De lo contrario, la fusión anularía el tacto. La posibilidad de un
pensamiento no metafísico o no idealista, que no disuelva la irreductibilidad
del singular, pasa por repensar el tacto de un modo alternativo a la tradición
filosófica, de Aristóteles a Hegel. Durante el debate en el seminario, llegamos
a una formulación sintética de la posición de Derrida: “La vía para salir del idealismo es un
pensamiento del tacto que no toca o del tacto de lo intocable”.
Asimismo, Ebner critica cualquier concepción del origen del lenguaje que lo haga depender de la onomatopeya (en ese sentido se aleja de la teoría del lenguaje de Walter Benjamin). El rechazo de la onomatopeya repite en el fondo su rechazo de la naturaleza como ámbito opuesto al espíritu. Una palabra originada por la imitación de la naturaleza carecería de sentido espiritual. Por eso Ebner sitúa el origen de la palabra en la interjección, en el grito de dolor humano. El grito de dolor sería el origen de la palabra.
Esta
prioridad de la expresión de dolor problematiza la insistencia de Ebner en
subrayar la ausencia de palabra en el animal. Resulta difícil negar que el
animal no exprese con su voz el dolor. ¿Cómo encajar entonces esta separación
continua entre el animal y el hombre en virtud de la palabra con esta prioridad
de la interjección? A su vez, la palabra se presenta como un derivado del
dolor, pero no (como sí sucede en Rosenzweig, por ejemplo) como respuesta a una
pregunta que viene de afuera. La espiritualidad de la palabra remite a su
afuera, por tanto, a la relación con la alteridad. ¿Por qué entonces hacerla
depender de un origen expresivo interno?
Esta
segunda sesión constató, por un lado, la novedad de la crítica de Ebner al
idealismo; por otro, su pertenencia determinante a muchos de sus presupuestos.
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