Daniel Barreto
Hablar
de Johann Baptist Metz es hablar del padre de la Teología Política. Junto a su
maestro, Karl Rahner, puede ser considerado uno de los grandes teólogos católicos del siglo XX. Cuando expone las
líneas fundamentales de la Teología Política, Metz suele referirse a un triple
reto que deber afrontar el cristianismo: el desafío de la crítica ilustrada, la
pregunta de Auschwitz y la llamada del Tercer Mundo.
Auschwitz se sitúa en el centro de su teología. Una centralidad que pasan por alto con facilidad quienes
asocian sin matices la Teología Política con una versión europea de la Teología
de la Liberación. Auschwitz, según Metz, obligar a repensar la cultura
occidental en bloque. Por tanto, también la teología cristiana de cabo a rabo.
Acoger el recuerdo de Auschwitz en la teología significa un vuelco radical, a
saber, que vaya a la raíz. Para empezar, implica asumir que los acontecimientos históricos no pueden ser circunstanciales para el discurso sobre el Dios bíblico.
La exigencia de que Auschwitz se
convierta en referencia constante para la reflexión teológica está implícita en
las tesis de Por una mística
de ojos abiertos. Cuando irrumpe la
espiritualidad (Herder, 2013). La temática, no obstante, está motivada inicialmente por la
abundancia de los discursos que reivindican lo espiritual en nuestra sociedad. Sin duda, lo religioso está en auge. Metz se pregunta si esta oleada religiosa puede identificarse con la experiencia cristiana. La
respuesta no se hace esperar. Lo cristiano es ciertamente otra
cosa.
Podemos identificar algunos rasgos
de la religiosidad que hoy demanda la sociedad de consumo. Lo
espiritual aparece como un instrumento para procurar la felicidad individual.
Su contenido es recomendar el olvido del dolor, especialmente del sufrimiento
que supone recordar las desgracias pasadas. La religiosidad se confunde con la degradación de la experiencia al disfrute del momento presente. La autoayuda difunde olvido. La reducción del tiempo a
presencia, la negación de la inquietud del pasado y el futuro son las
aportaciones que hace lo religioso a la felicidad. La dimensión de lo espiritual parece
remitir entonces a la vivencia del tiempo.
Ahora bien, para Metz, la
espiritualidad cristiana tiene muy poco que ver con esto. ¿Por qué? El
cristianismo no puede concebir la felicidad sin la felicidad de los otros. Y no
sólo de los otros que nos rodean en el presente, unos cuantos, sino de todos en
todos los tiempos. Lo propio de la espiritualidad cristiana es su universalidad. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de Jesús promete la
felicidad para vivos y muertos.
Frente a la estetización espiritual
de la amnesia, la del cristiano sería una espiritualidad de la memoria. Frente
a la absolutización del ahora como única realidad verdadera, se trata de
cuestionar el presente en nombre de las injusticias pasadas, herencia de las
desigualdades y sufrimientos de hoy. De la memoria nace la expectativa de una
justicia futura. El poeta Edmond Jabès lo condensa así: «El porvenir es el
pasado que viene». De ahí que los sentimientos asociados a la espiritualidad
cristiana no sean los de armonía, plenitud y satisfacción personal, sino la
nostalgia, la añoranza y la falta. Metz llega incluso a describir la tristeza
como una «virtud mesiánica».
En ese contexto Metz se pregunta si
Jesús fue feliz. Al plantear su respuesta es consciente de los desacuerdos
inmediatos que puede suscitar. En cualquier caso, su posición es firme. La Pasión de Jesús no es un
modelo de felicidad. No es conciliable con los modelos que defienden las
espiritualidades hoy en alza, ni tampoco con los sentidos convencional o clásico de la felicidad.
El sentimiento central de la vida de Jesús no es la satisfacción feliz, sino la
compasión. Por eso insiste Metz en describir al cristianismo como una «mística
de ojos abiertos». No extraña entonces que la palabra griega para felicidad, eudamonia, no aparezca en el Nuevo Testamento.
Asimismo, escribe Metz, el conjunto de la Biblia «no conoce una felicidad que no eche de
menos algo».
Esto no significa negar el deseo de
felicidad. Pero se trata de subrayar que para la espiritualidad bíblica el
deseo egoísta es conmocionado por una experiencia novedosa: el derecho
universal a la felicidad. Ese derecho significa vincular estrechamente
espiritualidad y justicia.
Ahora bien, la relativización de la
felicidad individual frente a la exigencia de justicia universal no contradice
en nada la meditación de Metz sobre la «alegría cristiana.» Lo propio de esta
alegría se describe en la forma de un doble fondo. Primero, como sentimiento de
gratitud por la creación, aunque sea incompleta y gima «con dolores de parto».
Y segundo, la alegría supone la expectativa de que los otros sientan esa misma
gratitud por lo creado. La alegría remite a la relación del hombre con la
creación. Una alegría, sin embargo, que no descansa en la plenitud o perfección
del mundo. Al contrario, la creación está incompleta. Por eso, la memoria y la
añoranza son elementos definitorios de una «espiritualidad de ojos abiertos».
Creo que esta Teología política de Metz,con su mística de ojos abiertos o mística de la empatía junto a la Teología de la Cruz de Moltmann nos permiten dislumbrar el grado de relevancia del Cristianismo hoy. Me atrevo a unir dos imágenes: Benedicto XVI en Auschwitz haciendo la pregunta por Dios y Francisco de rodillas lavando los pies a los presos...
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