Agustín Ortega
Una de la realidades esenciales y
transversales de la primera encíclica del Papa Francisco, Lumen Fidei (LF, La Luz de la Fe)-aunque elaborada en muy buena
medida por Benedicto XVI-, es la que trata sobre el conocimiento (cf. LF
26-28). Siguiendo la tradición y el magisterio de la iglesia, LF nos muestra
como la fe es razonable, como hay que ponerla a dialogar con la razón y la
cultura (LF 32-34). “La fe y la
razón se refuerzan mutuamente” (LF 32) Lejos de todo fanatismo y
fundamentalismo, “la verdad de un amor no se impone con la violencia, no
aplasta a la persona.
Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal
de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece
en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al
contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es
ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la
seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo
con todos” (LF 34)
Como ya se
observa, el conocimiento que busca la verdad, desde la fe para los cristianos,
nos solo nos hace comprender (cf. Is 7,9 en su versión griega), no es una
mera cuestión intelectual, teórica o nocional (conceptual); sino que dicho
conocimiento y comprensión se inter-relaciona asimismo con el subsistir (como
dice el texto hebreo de Is 7,9), esto es, con la vida, con la existencia, defiende y promueve la vida. Ya que el
Dios de la fe es un Dios de vida, fiel a su promesa de alianza y vida
liberadora con el pueblo (cf. LF 23). De esta forma, este conocimiento de la
verdad no puede caer en un idealismo (intelectualismo), en un individualismo o
relativismo. Y se orienta al conocimiento de la verdad global “que explica la
vida personal y social en su conjunto” (LF 25). A su vez, “es una
cuestión de memoria, de memoria
profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir
unirnos más allá de nuestro « yo »
pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede
ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común” (LF 25). En la línea de lo mejor de la filosofía o
pensamiento actual, el conocimiento y la verdad que plantea la LF tienen una
perspectiva integral, que abarca a la persona en comunidad, al ser comunitario
y social en el tiempo, en la realidad histórica, que contempla la memoria del
pasado, de la historia y cultura de la humanidad.
Este conocimiento
y verdad, como se ve, supone una antropología y psicología integral donde se inter-relacionan las diversas dimensiones de lo
humano. La razón y la psique, con sus sentimientos y afectos, se fecunda
mutuamente, y se entrelazan con la verdad, con la realidad, con los otros. En
la línea de la última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate (CV), “amor y verdad no se pueden separar.
Frente a un amor individualista,
encerrado en sí mismo, la verdadera afectividad consiste en salir del
aislamiento del propio yo, para
encaminarse hacia la otra persona para construir una relación duradera; el amor tiende a la
unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene
necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede
perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme
para dar consistencia a un camino en común.
Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los
sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio,
unifica todos los elementos de la
persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin
verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al « yo
» más allá de su aislamiento, ni
librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto. Si el
amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Sin amor,
la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da
sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca” (LF 27)
La LF nos presenta así un
conocimiento e inteligencia real, verdadera que comprende de una forma co-relacionada
la razón, la realidad (personal, social e histórica), y sus mediaciones como
son la filosofía y las ciencias sociales: con los sentimientos y afectos como
el amor, la compasión, etc. En la línea de lo mejor de la psicología actual, es
un pensamiento o conocimiento e inteligencia emocional y sentimental, ética y cultural, social y ecológica, en
definitiva, global y espiritual “desde
la escuela del corazón” (cf. LF 31), en lo más valioso asimismo de la tradición
ignaciana. “El amor mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica
nueva.
Se trata de un modo relacional de ver
el mundo, que se convierte en
conocimiento compartido, visión en la
visión de otro o visión común de todas las cosas” (LF 27). En línea
similar a la filosofía y antropología de pensadores significativos,
personalistas…como X. Zubiri. I. Ellacuría, K. Rahner, E. Mounier, G. Rovirosa,
etc. es una inteligencia sentiente, que se realiza desde los sentidos, desde el
conocimiento experiencial, encarnado en el ver y escuchar, palpar, sentir, amar…la
realidad y el mundo, a los otros y al otro (cf. LF 29-31) Como nos muestra hoy
el pensamiento, es el conocimiento e inteligencia cálida, cordial, desde el corazón
que “es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de
la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad,
la afectividad. Pues
bien, si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en
él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos
transformen en lo más hondo” (LF 26). Desde la fe cristiana en el seguimiento y
vida en Jesús, el Dios Encarnado, es un conocimiento espiritual de la encarnación. “La luz de la fe, unida a la
verdad del amor, no es ajena al mundo material,
porque el amor se vive siempre en cuerpo
y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida
luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia,
confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de
comprensión cada vez más amplio” (LF 34).
Así, nuestro
conocimiento y verdad en dialogo con la fe, con la razón y la ciencia (cf. LF
34) está constituido en la realidad, en la existencia y vida moral, tal como se expresa en el
decálogo, en la ley moral y espiritual que nos libera “del « yo »
autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entra en diálogo con Dios, dejándose
abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe
confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este
amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El decálogo es el
camino de la gratitud, de la respuesta de amor” (LF 46). En la línea de la psicología moral, del desarrollo humano y ético, con autores
tan significativos como Piaget, el dinamismo del conocimiento y la moral
consiste en irnos liberando de nuestra egolatría e individualismo. Y, de esta
forma, abrirnos a los otros, trascendernos a la humanidad y al mundo, en los
valores y realidades más universales como la justicia y el bien común, la
compasión y cuidado con los otros, con los que sufren; el cuidado, defensa y
promoción de la vida-dignidad de todo ser humano. Efectivamente, el conocimiento y verdad en la fe “no sólo se
presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación
de un lugar en el que el hombre pueda convivir
con los demás” (LF 50). Siguiendo el
corazón de la tradición bíblica y eclesial, y en la línea de lo más valioso de
la epistemología (de la teoría, psicología y sociología del conocimiento), el
conocimiento y la verdad en la fe, “por
su conexión con el amor (cf. Ga 5,6)” se realiza en la praxis y
“servicio concreto de la justicia, del derecho y de la
paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de
Dios, en el que se manifiesta el sentido y
la bondad de nuestra vida, que es
iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor,
en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de
la fe permite valorar la riqueza de las relaciones
humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro
tiempo” (LF 51).
Como nos enseña la
tradición bíblica y eclesial, continuando con la CV (cf. Los nn. 1-7) de Benedicto XVI, el conocimiento y verdad de
la fe en el amor no se puede separar del compromiso por la justicia (social) en
el mundo, del carácter público y político de caridad, de la fe que, inseparable
de la promoción de la justicia, busca el
bien común. “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su
fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el
arte de la edificación, contribuyendo al bien
común. Sí, la fe es un bien para todos,
es un bien común; su luz no luce sólo
dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para
construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el
futuro con esperanza…Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez
edifican, en la caridad, una ciudad
construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.” (LF
51). Esta fe en el servicio a la justicia y al bien común favorece un
matrimonio, una familia e hijos o juventud en el amor fecundo y que da vida, en
la fidelidad y en el compromiso. “Los jóvenes manifiestan la alegría de la fe,
el compromiso de vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con
Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida
que no defrauda. La fe no es un refugio
para gente pusilánime, sino que ensancha
la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena
ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte
que todas nuestras debilidades” (cf. LF
52-53).
El conocimiento y verdad
en dialogo con la fe, pues, “ilumina todas las relaciones sociales. Como
experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno… ¡Cuántos beneficios ha
aportado la mirada de la fe a la ciudad
de los hombres para contribuir a su vida común!
Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad
única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo….” El
conocimiento y la verdad de la fe nos da
“el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre y evita que éste pierde
su puesto en el universo, que se pierda en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien que
pretenda ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.” Y “nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita
por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos
invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la
utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que
todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para
estar al servicio del bien común. La
fe afirma también la posibilidad del perdón,
que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón
posible cuando se descubre que el bien
es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que
Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo
demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos
de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe
llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo
en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad. Cuando la fe se
apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con
ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se
os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos
de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? ». La verdad de la fe aumenta
la confianza entre nosotros, nos libera
del miedo, y promueve la estabilidad…, da consistencia
a las relaciones humanas. La fe ilumina
la vida en sociedad” (cf. LF 55)
Y este conocimiento y verdad de la fe en el amor, paz y
justicia, en un desarrollo humano, social e integral, frente a todo egoísmo e
interés individual, frente al afán de beneficio e injusticia: se realiza desde
el sufrimiento de la humanidad, desde lo que padecen y sufren. “La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo” (LF 57). En el camino de la entraña de la
fe y de la santidad de la iglesia, ahí tenemos por ejemplo el testimonio de San
Francisco de Asís (cf. LF 57), el conocimiento y verdad se realiza desde el
amor y justicia con los pobres, en la memoria sufriente de las víctimas. Los
pobres, oprimidos y excluidos son criterio o clave esencial de una fe que
ilumina, salva y libera en el bien, en la justicia y fraternidad. Tal como nos
Revela el Evangelio y su iglesia. “Una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en
ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para
darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, « inició y
completa nuestra fe » (Hb12,2). El sufrimiento nos recuerda que el
servicio de la fe al bien común es
siempre un servicio de esperanza, que
mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús
resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos. En
este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada
terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna,
que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El dinamismo de fe,
esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1
Co 13,13) nos permite así
integrar las preocupaciones de todos
los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad « cuyo arquitecto y
constructor iba a ser Dios » (Hb 11,10),
porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5). En unidad con la fe y la
caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una
perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la
esperanza…” (LF 57).
Como se observa, es un conocimiento y verdad
encarnada, profética desde el
sufrimiento e injusticia que padece la humanidad; frente a todo ídolo, como la
riqueza y el poder-encarnados actualmente en el (ya global)
neoliberalismo/capitalismo que es inmoral-, que deshumaniza y oprime al ser
humano, que excluye a los pobres. Un conocimiento en la verdad que se realiza
en la promoción de la justicia, del bien común y en la esperanza que libera y
salva de todo mal e injusticia. El conocimiento esperanzado y liberador con los
pobres de la tierra, que nos abre al futuro humanizado, fraterno de que otro mundo y globalización es posible, más
solidario, justo y fraterno, con más vida. Lo que culmina en la felicidad
trascendente, en la vida plena, eterna. De todo ello, María, la madre de Jesús,
es modelo y paradigma (cf. LF 58-60).