martes, 9 de julio de 2013

PSICOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO Y MORAL DESDE LA LUMEN FIDEI

Agustín Ortega


Una de la realidades esenciales y transversales de la primera encíclica del Papa Francisco, Lumen Fidei (LF, La Luz de la Fe)-aunque elaborada en muy buena medida por Benedicto XVI-, es la que trata sobre el conocimiento (cf. LF 26-28). Siguiendo la tradición y el magisterio de la iglesia, LF nos muestra como la fe es razonable, como hay que ponerla a dialogar con la razón y la cultura (LF 32-34). “La fe y la razón se refuerzan mutuamente” (LF 32) Lejos de todo fanatismo y fundamentalismo, “la verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos” (LF 34)

Como ya se observa, el conocimiento que busca la verdad, desde la fe para los cristianos, nos solo nos hace comprender (cf. Is 7,9 en su versión griega), no es una mera cuestión intelectual, teórica o nocional (conceptual); sino que dicho conocimiento y comprensión se inter-relaciona asimismo con el subsistir (como dice el  texto hebreo de Is 7,9), esto es, con la vida, con la existencia, defiende y promueve la vida. Ya que el Dios de la fe es un Dios de vida, fiel a su promesa de alianza y vida liberadora con el pueblo (cf. LF 23). De esta forma, este conocimiento de la verdad no puede caer en un idealismo (intelectualismo), en un individualismo o relativismo. Y se orienta al conocimiento de la verdad global “que explica la vida personal y social en su conjunto” (LF 25). A su vez, “es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro « yo » pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común” (LF 25). En la línea de lo mejor de la filosofía o pensamiento actual, el conocimiento y la verdad que plantea la LF tienen una perspectiva integral, que abarca a la persona en comunidad, al ser comunitario y social en el tiempo, en la realidad histórica, que contempla la memoria del pasado, de la historia y cultura de la humanidad.

Este conocimiento y verdad, como se ve, supone una antropología y psicología integral donde se inter-relacionan las diversas dimensiones de lo humano. La razón y la psique, con sus sentimientos y afectos, se fecunda mutuamente, y se entrelazan con la verdad, con la realidad, con los otros. En la línea de la última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate (CV), “amor y verdad no se pueden separar. Frente a un amor individualista, encerrado en sí mismo, la verdadera afectividad consiste en salir del aislamiento del propio yo,  para encaminarse hacia la otra persona para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al « yo » más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto. Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca” (LF 27)
           
La LF nos presenta así un conocimiento e inteligencia real, verdadera que comprende de una forma co-relacionada la razón, la realidad (personal, social e histórica), y sus mediaciones como son la filosofía y las ciencias sociales: con los sentimientos y afectos como el amor, la compasión, etc. En la línea de lo mejor de la psicología actual, es un pensamiento o conocimiento e inteligencia emocional y sentimental, ética y cultural, social y ecológica, en definitiva, global y espiritual “desde la escuela del corazón” (cf. LF 31), en lo más valioso asimismo de la tradición ignaciana. “El amor mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva. Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común de todas las cosas” (LF 27). En línea similar a la filosofía y antropología de pensadores significativos, personalistas…como X. Zubiri. I. Ellacuría, K. Rahner, E. Mounier, G. Rovirosa, etc. es una inteligencia sentiente, que se realiza desde los sentidos, desde el conocimiento experiencial, encarnado en el ver y escuchar, palpar, sentir, amar…la realidad y el mundo, a los otros y al otro (cf. LF 29-31) Como nos muestra hoy el pensamiento, es el conocimiento e inteligencia cálida, cordial, desde  el corazón que “es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo” (LF 26). Desde la fe cristiana en el seguimiento y vida en Jesús, el Dios Encarnado, es un conocimiento espiritual de la encarnación. “La luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio” (LF 34).
           
Así, nuestro conocimiento y verdad en dialogo con la fe, con la razón y la ciencia (cf. LF 34) está constituido en la realidad, en la existencia y vida moral, tal como se expresa en el decálogo, en la ley moral y espiritual que nos libera “del « yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entra en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor” (LF 46). En la línea de la psicología moral, del desarrollo humano y ético, con autores tan significativos como Piaget, el dinamismo del conocimiento y la moral consiste en irnos liberando de nuestra egolatría e individualismo. Y, de esta forma, abrirnos a los otros, trascendernos a la humanidad y al mundo, en los valores y realidades más universales como la justicia y el bien común, la compasión y cuidado con los otros, con los que sufren; el cuidado, defensa y promoción de la vida-dignidad de todo ser humano. Efectivamente,  el conocimiento y verdad en la fe “no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás” (LF 50). Siguiendo el corazón de la tradición bíblica y eclesial, y en la línea de lo más valioso de la epistemología (de la teoría, psicología y sociología del conocimiento), el conocimiento y la verdad en la fe,  “por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6)” se realiza en la praxis y “servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo” (LF 51).
           
Como nos enseña la tradición bíblica y eclesial, continuando con la CV (cf. Los nn. 1-7)  de Benedicto XVI, el conocimiento y verdad de la fe en el amor no se puede separar del compromiso por la justicia (social) en el mundo, del carácter público y político de caridad, de la fe que, inseparable de la promoción de la  justicia, busca el bien común. “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza…Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.” (LF 51). Esta fe en el servicio a la justicia y al bien común favorece un matrimonio, una familia e hijos o juventud en el amor fecundo y que da vida, en la fidelidad y en el compromiso. “Los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades” (cf.  LF 52-53).

El conocimiento y verdad en dialogo con la fe, pues, “ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno… ¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo….” El conocimiento y la verdad de la fe nos da  “el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre y evita que éste pierde su puesto en el universo, que se pierda en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien que pretenda ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.” Y “nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad. Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? ». La verdad de la fe aumenta la confianza entre nosotros, nos libera del miedo, y promueve la estabilidad…, da consistencia a las relaciones humanas. La fe ilumina la vida en sociedad” (cf. LF 55)
           
Y este conocimiento y verdad de la fe en el amor, paz y justicia, en un desarrollo humano, social e integral, frente a todo egoísmo e interés individual, frente al afán de beneficio e injusticia: se realiza desde el sufrimiento de la humanidad, desde lo que padecen y sufren. “La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo” (LF 57). En el camino de la entraña de la fe y de la santidad de la iglesia, ahí tenemos por ejemplo el testimonio de San Francisco de Asís (cf. LF 57), el conocimiento y verdad se realiza desde el amor y justicia con los pobres, en la memoria sufriente de las víctimas. Los pobres, oprimidos y excluidos son criterio o clave esencial de una fe que ilumina, salva y libera en el bien, en la justicia y fraternidad. Tal como nos Revela el Evangelio y su iglesia. “Una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, « inició y completa nuestra fe » (Hb12,2). El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad « cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios » (Hb 11,10), porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5). En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza…” (LF 57).


 Como se observa, es un conocimiento y verdad encarnada, profética desde el sufrimiento e injusticia que padece la humanidad; frente a todo ídolo, como la riqueza y el poder-encarnados actualmente en el (ya global) neoliberalismo/capitalismo que es inmoral-, que deshumaniza y oprime al ser humano, que excluye a los pobres. Un conocimiento en la verdad que se realiza en la promoción de la justicia, del bien común y en la esperanza que libera y salva de todo mal e injusticia. El conocimiento esperanzado y liberador con los pobres de la tierra, que nos abre al futuro humanizado,  fraterno de que otro  mundo y globalización es posible, más solidario, justo y fraterno, con más vida. Lo que culmina en la felicidad trascendente, en la vida plena, eterna. De todo ello, María, la madre de Jesús, es modelo y paradigma (cf. LF 58-60).

lunes, 8 de julio de 2013

Meditación poética de Sergio Domínguez-Jaén



Daniel Barreto

Bitácora de Nueva Inglaterra (Anroart, 2013), último libro de Sergio Domínguez-Jaén, es un cuaderno poético dedicado a sus viajes por Estados Unidos, Grecia, España, Italia, Argelia, Turquía, Israel, Japón y muchos otros países entre 1998 y 2011. ¿Qué significa en estos poemas el viaje? El propio Domínguez-Jaén nos pone sobre la pista: «En todo viaje hay un despertar a la otredad, como dice Emmanuel Levinas. Y en esa consideración del otro y su cultura me encuentro con un nosotros hallado en mínima diferencia que en ocasiones nos distancia de lo que no entendemos, pero que podemos amar y solicitar» (p. 122).

Ciertamente,  Levinas distingue dos arquetipos de viaje en la cultura occidental: el de Ulises y el de Abraham. Ulises emprende un viaje de regreso. El fin de su itinerario es llegar a ser quien se es, desplegar plenamente la identidad. En cambio, Abraham sale a lo desconocido. La promesa no augura reconciliación ni vuelta a casa, sino desierto y apertura radical a lo nuevo. En los poemas de Domínguez-Jaén se cruzan ambos modelos, pero prevalece el bíblico. Y es así porque el conocimiento no es en realidad la condición para amar. Insertar al otro en las coordenadas de mi conciencia significa despojarlo de su alteridad. Plenamente conocido quiere decir, en el fondo, asimilado. La relación con el otro implica una distancia que no debe ser apropiada sino «solicitada».

            Ahora bien, los viajes recogidos en Bitácora de Nueva Inglaterra no son sólo a otros lugares, sino esencialmente al pasado. Jerusalén, el Monte Olimpo, Roma, Tinduf, el monte Fuji, Tiberias, Nazaret y Estambul son espacios de meditación sobre la historia. Esta, para Domínguez-Jaén, es casi siempre el eco de las grandes tradiciones religiosas. El escritor contempla el paisaje de la diversidad religiosa de la humanidad y se ejercita en la meditación poética. La diferencia que señala el filósofo Walter Benjamin entre pensamiento y meditación resulta clarificadora aquí. Si el pensamiento busca una nueva captura, la meditación se demora en lo ya pensado, intenta recordar respuestas olvidadas. El meditabundo, en actitud receptiva, merodea la cuestión con la esperanza puesta en la memoria. En ese sentido los poemas de Bitácora de Nueva Inglaterra son verdaderas meditaciones poéticas.


            ¿Emerge finalmente una respuesta del libro? Varios poemas de Bitácora de Nueva Inglaterra sugieren al menos esta: los excelsos «documentos de cultura» pueden ser puestos en cuestión por la presencia de un solo hombre que sufra injusticia. La escritura de Domínguez-Jaén se deja solicitar por esa presencia. Sólo así la poesía y lo que en general llamamos «cultura», podrán superar el actual riesgo de verse reducidas a mera industria de entretenimiento, indiferencia y olvido.