Juan Francisco Comendador
El 19 de marzo, fiesta litúrgica de San José, se celebra en la
mayoría de las diócesis españolas, el Día del Seminario. Se trata de una
jornada dedicada a la toma de conciencia del imprescindible papel de los
sacerdotes en nuestras comunidades cristianas, a la propuesta del sacerdocio
como un posible camino de vida, y al sostenimiento espiritual y económico de
nuestro seminario diocesano. No deja de sorprender que en estos tiempos adversos
a toda propuesta de fe - de «desertificación espiritual»- y al compromiso, haya
jóvenes que se decidan por la vida sacerdotal o religiosa.
¿Tiempos “críticos”?
Da la impresión, en efecto, que la época presente, impregnada de
una lógica utilitarista, en la que todo ha de servir necesariamente para algo,
no entiende de formas de vida no-productivas. Esta incomprensión afecta la
captación de la realidad; condiciona nuestro modo de estar y actuar en el
mundo. Un ejemplo acerca del lugar reservado a los ancianos en nuestra
sociedad puede ilustrar cuanto decimos.
Hemos desplazado a los mayores a un terreno marcado por la invisibilidad: no
aparecen en los medios, son “apartados” en centros de día o residencias
geriátricas, no ejercen protagonismo alguno en la construcción de la vida
social. Ellos ejemplifican con claridad lo que significa una forma de vida
no-productiva y el desdén inconsciente al que se ve sometida una vida de estas
características
Todo tiempo es “crítico”, pero no en el sentido habitual, algo
dramático, que damos a este adjetivo. Para el cristiano, todo tiempo es crítico
porque todo tiempo constituye una posibilidad profética. En cada momento y
circunstancia el cristianismo se erige en mirada que cuestiona el orden vigente.
Es urgente poner en cuestión el actual economicismo totalitario que impone su
lógica utilitarista y que enmascara la gratuidad de la existencia humana. Muchos
de nuestros contemporáneos encuentran dificultad para captar el sentido de la
vida religiosa o sacerdotal porque están imbuidos de una asfixiante lógica mercantil.
El sacerdote o religioso emerge de este modo como instancia crítica que
neutraliza con su sola existencia el voraz ataque de la intifada economicista.
Qué peligroso resulta para la Iglesia la asunción acrítica del utilitarismo
social, que impone la funcionalidad como criterio legitimador de toda forma de
vida, incluida la sacerdotal o la religiosa.
La fe como respuesta
La fe se construye desde la experiencia de la gratuidad. Es esta
una experiencia necesaria: si no se da, la vida se deprecia, no alcanza la
consistencia que le es propia. Todo aquello que fundamenta la existencia humana
ha sido recibido: el calor y el alimento, la palabra y el canto. La fe brota
del reconocimiento de la gratuidad de la existencia. Es acogida de algo que nos
precede, y al mismo tiempo entrega, respuesta confiada. Lo que han recibido gratis, denlo gratis (Mt 19,7). Captar este
dinamismo responsorial de la fe nos ayuda a entender el descubrimiento de la
propia vocación como un momento inexcusable de nuestro ser hombres y mujeres.
Porque si no respondemos al interrogante que la vida y la historia nos formula,
¿cómo podemos vivir? Paradójicamente, la fe en su gratuidad se nos hace más
necesaria que cualquier otra cosa, y la vocación en su “tranquilo aparecer” nos
asalta como una tarea insoslayable.
Vocación humana y vocación cristiana.
Frente a la habitual reducción de la vocación a “formas de vida
eclesiásticas” (sacerdotes, consagrados y laicos), el Concilio Vaticano II ha
reconocido la consistencia de la vocación humana, a cuyo servicio se ponen los
diversas posibilidades de concretar existencialmente el seguimiento de Cristo.
Este reconocimiento tiene su origen precisamente en la comprensión dialógica y
personal de la fe, que pide una obediencia responsorial a la llamada. La voz de
Dios se hace audible en las circunstancias humanas, sociales y eclesiales que
configuran toda existencia humana. El Concilio lo expresa en estos términos:
«Al proclamar el Concilio la
altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece
al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la
fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia
ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del
Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de
la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (GS
3)
Por una cultura de la llamada
Nuestras comunidades cristianas tienen el deber hoy de promover
una cultura de la llamada, y no por un desesperado instinto de supervivencia,
sino porque se trata de una exigencia insoslayable en el desempeño de la misión
que le ha sido encomendada. El dinamismo evangelizador conlleva allanar el
camino para que las personas se encuentren con la verdad de su existencia –con
la divina semilla que en todo hombre
se oculta, en palabras del Concilio-, con el tesoro escondido de la propia
vocación. Una fe personalizada coincide con una vocación realizada. ¿No
estaremos cometiendo el pecado de la deserción, del inmovilismo pastoral, de la
repetición insulsa que, en lugar de facilitar la escucha, llenan el corazón de
voces que no dejan acoger la Palabra silenciosa de Dios?
Una cultura de la llamada se promueve con espacios de silencio y
ambientes de oración. En una sociedad ruidosa como la nuestra, el corazón busca
el silencio como busca el cachorro el regazo de la madre. También se promueve
provocando experiencias de encuentro con las realidades de sufrimiento y
exclusión que la sociedad orilla a los márgenes donde ya no son visibles. Sin
el contacto con la realidad desnuda de todo maquillaje mediático no es posible
el contacto con el propio ser. Se promueve escuchando las voces que nos vienen
de lejos: relatos de vocación y llamada que nos han sido transmitidos en las
Escrituras y que narran la experiencia del encuentro con la propia verdad, con
frecuencia desconocida para el mismo protagonista, hasta el punto de que de su
reconocimiento se sigue la convicción de haber sido transformado en otra
persona.
Concluyendo
Escardar la lógica utilitarista que ha echado raíces en nuestro
corazón; hacer experiencia de la gratuidad, observar con agradecimiento el
nacimiento en nuestro corazón de la fe, urdida de acogida y entrega; buscar en
el silencio la divina semilla de la vocación plantada en nuestro ser,
arrancando las malas hierbas que amenazan con ahogar sus tiernos brotes.
Comprender el seguimiento de Cristo como una posibilidad de vida que en su concreción,
enlazando la vocación cristiana con la vocación humana, me hace vivir en
plenitud. Una comunidad cristiana que participa de una cultura de la llamada
procura que sus miembros atraviesen estas experiencias, de modo que puedan, en
el tiempo siempre crítico que es el hoy, responder a la llamada de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario