Juan Francisco Comendador
El Papa Francisco ha
convocado para hoy una jornada de ayuno y oración con el fin de evitar la
previsible e inminente guerra en Siria. Su Santidad no conoce eufemismos ni
retóricas políticas de carácter mesiánico: llama a la guerra por su nombre, y
en consonancia con sus antecesores, se muestra un ferviente impulsor de la paz.
La violencia sólo engendra violencia, y exige ser aplacada con nuevos e
implacables estallidos: es la lógica demoníaca del mundo que se impone sobre
los buenos deseos y el sentir común. José Bergamín, en una conferencia titulada
La importancia del demonio, responsabiliza
al ángel caído de esta sucesión de crímenes impunes que, suscitando un temor
justificado, parecen dar un sentido a la historia. Como la mirada nostálgica de
«el Ángel de la Historia» (W. Benjamin), que continúa su vuelo olvidando a las
víctimas de sus piruetas.
Llaman la atención las
armas elegidas por Francisco para librar su batalla contra la intervención
militar: el ayuno y la oración. Por lo extemporáneo y la aparente inutilidad
política de tales prácticas religiosas. Un cierto espíritu cínico vería en
semejante propuesta un cándido infantilismo papal. El mismo Jesús parece
cancelar definitivamente el valor religioso del ayuno cuando afirma eso de que
«a vino nuevo, odres nuevos» ante quienes le reprochaban que sus discípulos no
ayunaban ni oraban (Lc 5, 33-39). El ayuno y la oración que lo acompaña
aparecen a nuestra acomodada conciencia como rémora de un pasado no tan lejano:
un ejercicio espiritual algo vintage.
¿Y si lejos de una pose
estética, de un superfluo ejercicio ascético o piadoso, el ayuno y la oración
se revelasen como verdaderos instrumentos políticos que expresasen la
insumisión ante la lógica demoniaca que responde a la violencia con más
violencia? El ayuno consiste en la renuncia al alimento, que es el bien
primario sobre el que se fundamenta el poder y su dinámica: el deseo insaciable
de poder descansa sobre el temor al hambre. «No sólo de pan vive el hombre»,
responde Jesús al tentador que trastoca el temor inconsciente a la inanición en
una sed de dominio ante la que es preciso tomar postura, definirse. Pecar –
caer en la tentación- consiste en dejarse arrastrar por este impulso de
dominación, por naturaleza violento, que tiene su origen en una especie de horror vacui biológico.
La oración remite al
silencio, que es la ausencia de palabras, una ausencia empero comunicativa, y
casi siempre de mayor elocuencia. «Es preciso castigar a quienes han empleado
armas químicas contra la población civil…». En estos días asistimos a los
intentos de forjar un sujeto con autoridad moral para conjugar el verbo
«castigar». Ni la Onu, ni el parlamento británico, ni el presidente de los
Estados Unidos de América, un personaje por definición de naturaleza mesiánica
y redentora, se han erigido –de momento- en sujetos capaces. Este pudor
gramatical revela una impotencia que nos recuerda que quizá hay palabras que no
pueden ser dichas, porque ya no existe el sujeto que las pronuncie.
Me parece de lo más
razonable que el Papa se acuerde con frecuencia del demonio, y lo traiga
colación a propósito de esta y de tantas otras guerras. Lo demoníaco es tan
simple y tan terrible como un pronombre personal, o un trozo de pan por el que
todos luchan sin tregua. El ayuno y la oración declaran una suspensión de la
lógica atávica de nuestras civilizadas políticas, permitiéndonos atisbar el
perverso mecanismo que las sostienen. A día de hoy, no se me ocurre un arma más
eficaz, para neutralizar su poderoso efecto sobre nuestras conciencias.