Este es el blog del Departamento de Filosofía y Ciencias Humanas del Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC). El ISTIC tiene su sede de Gran Canaria en el campus Universitario de Tafira, en Las Palmas de Gran Canaria. La función de este blog es comunicar las actividades y seminarios organizados por el departamento tanto dentro como fuera de la comunidad de profesores y alumnos del ISTIC.
martes, 23 de octubre de 2012
Seminario "Nuevos lenguajes en el cristianismo", octubre-diciembre 2012
Una vez reiniciado el curso, retomamos los encuentros del Seminario "Nuevos Lenguajes en el Cristianismo". Para las sesiones de este primer trimestre nos hemos propuesto leer un texto ya clásico de la reflexión política: J. TAUBES, La teología política de Pablo, Trotta 2007. Las fechas de los encuentros serán las siguientes:
* 24 de octubre
* 21 de noviembre
* 12 de diciembre
Las sesiones tendrán lugar en el Departamento de Filosofía, a las 20:00, tal como se ha venido haciendo hasta ahora.
Como interrogantes-guía para la lectura y el debate proponemos los siguientes enunciados:
1.¿Cuál es la dimensión política de la Carta a los Romanos según Taubes?
2. Crisis histórico-política y actualidad de la Carta a los Romanos
lunes, 1 de octubre de 2012
La cultura como residuo
por Daniel Barreto
Que vivimos en una «cultura líquida» se ha convertido en un tópico de los análisis sobre la sociedad actual. Pero ¿qué significa exactamente? ¿Es algo más que un lugar común? A pesar de su banalización, el pensador de quien viene la idea, Zygmunt Bauman, condensa en ella una poderosa descripción de nuestro tiempo. En su último libro Esto no es un diario (Paidós, 2012) retoma los análisis que le llevan a hablar no solo de la cultura líquida, sino de la posible liquidación de la cultura.
Para Bauman, el sentido de toda cultura es la creación de una realidad que trascienda la finitud humana. En cambio, la sociedad contemporánea anula cualquier voluntad de permanencia. La imposibilidad de perdurar remite al consumismo y este implica una relación destructiva con las cosas. ¿Por qué? Porque la acumulación capitalista se pretende ilimitada. Algo que solo es posible si el consumo de mercancías es igualmente infinito. Sin destruir cada nuevo objeto comprado, sin consumirlo al instante, ¿cómo podría continuar el crecimiento irrestricto de beneficios? Por eso la maquinaria de consumo destruye tanto como produce. Ningún objeto tiene permiso para durar. Todos aspiran a ser sustituidos cuanto antes. Más que de «obsolescencia programada» hay que hablar de obsolescencia instantánea. Por eso «cultura consumista» es una contradicción en los términos. Igualmente la retórica de un «capitalismo sostenible» es tan absurda como una «destrucción sostenible». ¿Y no es este hechizo retórico lo que mueve la sagrada innovación tecnológica? El último modelo de teléfono móvil mañana será una antigualla vergonzante. Y pasado mañana, el mismo aparato será una imagen «retro» glamurosa que oculta la repetición liquidadora del consumo.
En ese movimiento ve también Bauman el origen del endeudamiento de la sociedad. El motor de la deuda privada es acelerar la compra de nuevos productos. La deuda acelera el consumo, contribuye a volver superflua cada nueva adquisición. El objetivo de la deuda es «acortar la distancia entre la novedad y el cubo de la basura». Por eso la sociedad de consumo es una enorme máquina de olvido. Los residuos son enviados a los márgenes invisibles, a las periferias urbanas o a los países empobrecidos.
Desde el punto de vista ecológico, el consumo ilimitado es devastador. Pero Bauman focaliza sobre todo el tratamiento consumista de las personas. Esta es la característica principal de la cultura líquida: la producción global de vidas desperdiciadas, de víctimas invisibles. Es evidente que la crisis financiera y la deudocracia aceleran esa dinámica. Por ejemplo, en los antiguos Estados de bienestar, las personas que perdían el empleo disponían de formas de protección legal, social y sindical que garantizaban unos mínimos de inclusión o expectativas de regreso al trabajo. La sustitución progresiva del Estado social por el Estado penal genera la aparición de individuos sin empleo que se pretende condenar a la marginación definitiva. Las posibilidades de intervención política claudican ante el individualismo neoliberal y se rompen las últimas redes de solidaridad social.
Si antes en las zonas de exclusión urbana, en los llamados «guetos», cabía encontrar ciertas formas de apoyo mutuo e identidad de clase, ahora surgen los «hiperguetos». En ellos la exclusión se vuelve crónica y el control policial se asemeja al de las cárceles. La indignación moral despierta cuando se toma conciencia de que la política profesional no tiene el objetivo de cambiar la situación de millones de personas sometidas injustamente a la relegación social, sino continuar ofreciendo sacrificios en los altares del crecimiento, la competitividad o la «confianza de los mercados».
La cultura líquida no solo afecta al mundo laboral o económico. Las relaciones de pareja también asumen el modelo consumista. El «amor líquido» no es una forma de hedonismo libertario, sino la conexión entre los afectos y la gestión de residuos. El amor líquido es el tratamiento del otro como residuo potencial. En ese sentido Bauman estudia la moda de las citas de tres minutos en Nueva York o las relaciones por internet, que esconden el miedo al contacto cara a cara. Programas de TV como «Gran Hermano» o «Supervivientes» son descritos como escuelas de exclusión. Si el gran hermano de la novela de George Orwell buscaba el control totalitario, la finalidad principal de su tocayo contemporáneo es enseñar a excluir.
La cultura es entonces un proyecto en peligro. Pero no por la menor rentabilidad de las industrias culturales, sino porque necesita con urgencia inventar espacios desmercantilizados. Esos espacios, a pesar del lúcido pesimismo de Bauman, están vivos. Su fuerza dependerá de haber interiorizado la mirada excluida. La nueva cultura, si aparece y es realmente nueva, se hará con la memoria de las vidas desechadas.
Que vivimos en una «cultura líquida» se ha convertido en un tópico de los análisis sobre la sociedad actual. Pero ¿qué significa exactamente? ¿Es algo más que un lugar común? A pesar de su banalización, el pensador de quien viene la idea, Zygmunt Bauman, condensa en ella una poderosa descripción de nuestro tiempo. En su último libro Esto no es un diario (Paidós, 2012) retoma los análisis que le llevan a hablar no solo de la cultura líquida, sino de la posible liquidación de la cultura.
Para Bauman, el sentido de toda cultura es la creación de una realidad que trascienda la finitud humana. En cambio, la sociedad contemporánea anula cualquier voluntad de permanencia. La imposibilidad de perdurar remite al consumismo y este implica una relación destructiva con las cosas. ¿Por qué? Porque la acumulación capitalista se pretende ilimitada. Algo que solo es posible si el consumo de mercancías es igualmente infinito. Sin destruir cada nuevo objeto comprado, sin consumirlo al instante, ¿cómo podría continuar el crecimiento irrestricto de beneficios? Por eso la maquinaria de consumo destruye tanto como produce. Ningún objeto tiene permiso para durar. Todos aspiran a ser sustituidos cuanto antes. Más que de «obsolescencia programada» hay que hablar de obsolescencia instantánea. Por eso «cultura consumista» es una contradicción en los términos. Igualmente la retórica de un «capitalismo sostenible» es tan absurda como una «destrucción sostenible». ¿Y no es este hechizo retórico lo que mueve la sagrada innovación tecnológica? El último modelo de teléfono móvil mañana será una antigualla vergonzante. Y pasado mañana, el mismo aparato será una imagen «retro» glamurosa que oculta la repetición liquidadora del consumo.
En ese movimiento ve también Bauman el origen del endeudamiento de la sociedad. El motor de la deuda privada es acelerar la compra de nuevos productos. La deuda acelera el consumo, contribuye a volver superflua cada nueva adquisición. El objetivo de la deuda es «acortar la distancia entre la novedad y el cubo de la basura». Por eso la sociedad de consumo es una enorme máquina de olvido. Los residuos son enviados a los márgenes invisibles, a las periferias urbanas o a los países empobrecidos.
Desde el punto de vista ecológico, el consumo ilimitado es devastador. Pero Bauman focaliza sobre todo el tratamiento consumista de las personas. Esta es la característica principal de la cultura líquida: la producción global de vidas desperdiciadas, de víctimas invisibles. Es evidente que la crisis financiera y la deudocracia aceleran esa dinámica. Por ejemplo, en los antiguos Estados de bienestar, las personas que perdían el empleo disponían de formas de protección legal, social y sindical que garantizaban unos mínimos de inclusión o expectativas de regreso al trabajo. La sustitución progresiva del Estado social por el Estado penal genera la aparición de individuos sin empleo que se pretende condenar a la marginación definitiva. Las posibilidades de intervención política claudican ante el individualismo neoliberal y se rompen las últimas redes de solidaridad social.
Si antes en las zonas de exclusión urbana, en los llamados «guetos», cabía encontrar ciertas formas de apoyo mutuo e identidad de clase, ahora surgen los «hiperguetos». En ellos la exclusión se vuelve crónica y el control policial se asemeja al de las cárceles. La indignación moral despierta cuando se toma conciencia de que la política profesional no tiene el objetivo de cambiar la situación de millones de personas sometidas injustamente a la relegación social, sino continuar ofreciendo sacrificios en los altares del crecimiento, la competitividad o la «confianza de los mercados».
La cultura líquida no solo afecta al mundo laboral o económico. Las relaciones de pareja también asumen el modelo consumista. El «amor líquido» no es una forma de hedonismo libertario, sino la conexión entre los afectos y la gestión de residuos. El amor líquido es el tratamiento del otro como residuo potencial. En ese sentido Bauman estudia la moda de las citas de tres minutos en Nueva York o las relaciones por internet, que esconden el miedo al contacto cara a cara. Programas de TV como «Gran Hermano» o «Supervivientes» son descritos como escuelas de exclusión. Si el gran hermano de la novela de George Orwell buscaba el control totalitario, la finalidad principal de su tocayo contemporáneo es enseñar a excluir.
La cultura es entonces un proyecto en peligro. Pero no por la menor rentabilidad de las industrias culturales, sino porque necesita con urgencia inventar espacios desmercantilizados. Esos espacios, a pesar del lúcido pesimismo de Bauman, están vivos. Su fuerza dependerá de haber interiorizado la mirada excluida. La nueva cultura, si aparece y es realmente nueva, se hará con la memoria de las vidas desechadas.
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