lunes, 18 de diciembre de 2017

Pasolini: el pasado que viene

Daniel Barreto




A principios de los setenta, los tópicos con que se intentaba desacreditar al escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini, no eran muy distintos de los que hoy maneja la industria cultural. El tono sí ha cambiado. En aquellos años se trataba de asfixiar, sin medias tintas, su crítica radical. Ahora se despacha su pensamiento bajo el signo de lo pintoresco. Al fin y al cabo, la antigua izquierda oficial y los actuales vigías de la sociedad de mercado comparten la predicción sobre el futuro de las culturas tradicionales: su desaparición es el precio a pagar por la modernización y el triunfo del “homo consumens”. 

Según el estereotipo, Pasolini sería un reaccionario de izquierdas, nostálgico de un pasado bucólico, mistificador del mundo campesino, último defensor trasnochado del “buen salvaje”. A poco que preste atención, el lector verá disolverse esos prejuicios  en Vulgar lengua (El Salmón, 2017), transcripción del debate que tuvo lugar el 21 de octubre de 1975 en un instituto de la ciudad italiana de Lecce, comarca de Salento. Allí dialogó Pasolini sin trabas con profesores y estudiantes durante las jornadas sobre “Dialecto y escuela” que, desde el Ministerio de Educación, había organizado Antonio Piromalli. 

Para empezar, es un error creer que el cineasta proponga un regreso a la “Arcadia feliz del subproletariado”. Lo que está en juego no es nostalgia narcisista, sino la posibilidad de cambiar el presente. Las culturas rurales o la identidad del lumpen romano habían tenido, hasta hacía poco, un pie fuera de la moral burguesa dominante. Aquellas formas de vida marginadas, a punto de fenecer, desmienten que el consumismo sea el billete de entrada al paraíso, pues lo desenmascaran como una “disminución vital”: “Yo afirmo que la sonrisa de un joven de hace diez años era una risa de felicidad, mientras que hoy en día es un infeliz y un neurótico. Yo lo digo, después que cada cual me acuse de lo que quiera, pero yo lo digo”.

Sin embargo, y para confusión de cierta izquierda reducida a folclore de sí misma, Pasolini no rechaza la cultura burguesa en bloque. Basta tomar en cuenta el pensamiento de Marx y sus raíces en la filosofía alemana para reconocer que en su genealogía hay momentos de afirmación del individuo autónomo. Momentos que deben ser reanimados frente a la apisonadora de la forma mercancía y las amenazas del neofascismo. Por eso, Pasolini plantea una relación dialéctica entre arcaísmo e Ilustración. Y solo desde ahí se entiende su llamada a pensar  “un nuevo modo de ser progresistas, un nuevo modo de ser libres”. 

El regreso a los siempre pasados tiempos mejores pone una trampa en la que vuelve a cazarnos, sin darnos cuenta, la filosofía del progreso. Aunque invierte los términos, la dinámica de la historia es, en ambos casos, inexorable. Si la ideología progresista sitúa el mundo mejor asintóticamente en el horizonte, la idealización romántica lo sueña en el origen. Decisivo aquí es que la historia se torna destino y los individuos, marionetas. Por contra, en Vulgar lengua, la reivindicación de las culturas preindustriales quiere sacudir el orden clausurado donde se aliena la vida. Mira hacia atrás para desarmar el hechizo de un futuro que solo trae más de lo mismo. Por eso aquí el pasado no se inscribe en un movimiento evolutivo, sino en la inspiración de una novedad que interrumpa los tiempos que corren. Lo afirma lúcidamente E. P. Thompson: “Nunca volveremos a la naturaleza humana pre-capitalista, pero una rememoración de sus necesidades, expectativas y códigos alternativos puede renovar nuestra sensibilidad sobre las posibilidades de nuestra naturaleza”.

Pasolini también nos pone en guardia frente a la congelación del pensamiento en fórmulas definitivamente correctas. Así sucede cuando invita a repensar la idea de “emancipación”, pues la hoy extrema penetración cultural y psicológica del capitalismo plantea desafíos ajenos al antiguo movimiento obrero. Si los imperativos del mercado van en sentido contrario al esfuerzo de los maestros que buscan proteger dialectos y  tradiciones o sencillamente inculcar amor a la lectura y el conocimiento, ¿cómo organizar la enseñanza? Pasolini no firma recetas. Se escabulle de la posición de autoridad. Nos pone de bruces frente a las urgencias del presente, pero no sienta cátedra. Tampoco es un folclorista, pues asegura que poco o nada importa administrar meras piezas de museo. A quien ve en él un adalid del erotismo libre, le espeta, como hace su film Salò, la afinidad entre fascismo y desmoralización de la sexualidad. Igualmente no pide sin más destruir la televisión, como se le ha atribuido, sino tomar distancia para concebir un uso no alienante de la pantalla.

El libro, cuidadosamente preparado por Ediciones El Salmón, incluye, además de una completa bibliografía y un ensayo sobre el último Pasolini a cargo de Salvador Cobo, el dossier fotográfico que documenta la visita del escritor aquel día de octubre a la localidad de Calimera, cuya población es de cultura y lengua grecánicas. Su asombrosa capacidad de escucha —de los otros, del pasado y del futuro— queda bellamente plasmada en esas imágenes.